Cuerpos deshumanizados

Lo dijo Marco Layera al acabar, en las preguntas de un coloquio con el público. La compañía inventó un lenguaje para poder hablar de un tema espinoso y atravesado, uno de los fundamentos del estado moderno: cómo se debería ejercer adecuadamente el monopolio de la violencia.

Todo comenzó durante el estallido social en Santiago de Chile como consecuencia de un importante aumento de la tarifa del transporte público. La respuesta policial a los desórdenes fue demoledora. Según Human Rights Watch, entre el 18 de octubre y el 19 de noviembre de 2019 resultaron heridos graves nueve mil manifestantes y quince mil leves. Luego vendría una larga lista de denuncias por abusos sexuales y conductas homófobas durante las detenciones.

Cualquier protesta de esta magnitud siempre deriva en un debate sobre la proporcionalidad de una violencia que se legitima con el objetivo de restaurar el orden. Como la propia compañía admite, no se trata de cuestionar la policía, tan necesaria en una democracia como las demás instituciones. Se trata de conocer cómo se podrían acordar unos límites tolerados por la mayoría.

El germen de la obra Oasis de la impunidad ha estado en un laboratorio teatral que la compañía inició tras los disturbios. Eligieron a doscientos de quinientos candidatos y se encontraron con que el ochenta por ciento había vivido una situación extrema de violencia durante aquellos días. Desde esa experiencia, lo que se ve en el escenario parte de una reflexión sobre el propio cuerpo y sus límites: el dolor, e incluso la muerte.

Sin conocer toda explicación previa, lo que el espectador encuentra en el escenario es una compañía de actores desbordantes que basan su lenguaje en el movimiento y en la concepción de la realidad como un puñado de instantes ralentizados y rostros desencajados por una sociedad sobreactuada, excesivamente gesticuladora. A muchos de ellos les han crecido las orejas de forma desmedida, como un efecto deformador del individuo en la conocida como “economía de la atención”. Orejas grandes para percibir la excesiva información que no conduce a conocerla mejor sino a la percepción confusa de una realidad siempre inasible.

Ocho cuerpos que son al mismo tiempo los de agresores y agredidos, el dolor como forma de crear distancia entre ellos y apaciguar el ímpetu de la rabia. En ese hecho biológico, cuya consecuencia siempre es la sangre, reside una de las verdades de todo proceso violento: para que funcione, ha de olvidarse que el cuerpo es cuerpo, que el dolor no doblega. Como ocurre en la guerra, el entrenamiento de los soldados consiste en acostumbrar la mente a un entorno inasequible a la compasión y que necesariamente deshumaniza. Ejercer la violencia requiere, sobre todo, entrenamiento psicológico. Es decir, convertirse de algún modo y quizá temporalmente en un psicópata.

«El poder performativo de lo que ocurre en el exterior nos desafía como creadores de teatro y también nos pone en crisis —dice Layera al tiempo que rechaza la idea de un arte complaciente en la descripción de lo que le rodea—. Requiere que nuestro arte se reinvente para participar en los procesos sociales. El arte tiene el reto de recuperar su capacidad subversiva y transformadora y nos invita, como artistas, a dar un paso hacia lo desconocido y lo incierto, a perdernos, a arriesgarnos y a ponernos en constante peligro».

El mérito de lo que acontece en el escenario reside en que esta reflexión conecta inmediatamente con otras experiencias del espectador. Están muy vivas en su conciencia las imágenes de una guerra cruel a las puertas de Occidente o la enésima matanza en un colegio público de Estados Unidos. El enfrentamiento con otro cuerpo necesita desprendimiento de la propia racionalidad y de la conciencia. Por eso el escenario está casi siempre iluminado en agresivos claroscuros, acentuando las muecas desencajadas de quienes protagonizan una danza macabra. También hay hueco para el humor en los movimientos grupales, como la escena que pretende evocar un interrogatorio en un calabozo, protagonizado por quienes en realidad se comportan como niños, con bata de colegio y movimientos torpes pero letales.

Oasis de la impunidad. Nueva producción del Teatro La Re-sentida y el Münchner Kammerspiele, estrenada en abril de 2022. Marco Layera, director de escena. Elisa Leroy, Martín Valdés-Stauber, dramaturgia. Con Diego Acuña, Nicolás Cancino, Lucas Carter, Mónica Casanueva, Carolina Fredes, Imanol Ibarra, Carolina de la Maza, Pedro Muñoz y Walter Hess.

Foto: Gianmarco Bresadola

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