Cuando estaba a punto de concluir La muerte en Venecia, Thomas Mann quiso escribir una historia corta, de corte satírico y burlesco, que le sirviera de contrapunto a lo que estaba terminando. Se llevó este pensamiento a la ciudad suiza de Davos cuando hubo de acompañar a Katia, su mujer, a una cura de reposo por espacio de unos meses en un sanatorio próximo. Sin embargo, tal y como le ocurrirá a su nuevo personaje, Hans Castorp, la llegada al mundo de “allá arriba” traerá consigo percepciones y sensaciones nuevas. De vuelta de Suiza, Mann notó que el material recopilado para lo que pretendía ser una novelita empezaba a abrirse paso a voluntad, sin seguir un orden clásico.
El estallido de la Gran Guerra interrumpió aquella tarea, que no sería retomada hasta mucho después del armisticio. Como gran parte de Alemania, Thomas Mann acogió con entusiasmo nacionalista el inicio de la contienda. Seis años más tarde, cambiado por lo vivido aquellos años, volvió sobre aquellas cuartillas y de su pluma fue saliendo una soberbia metáfora del ambiente y el pensamiento de aquella generación burguesa del “mundo de la seguridad”, como lo bautizó Stefan Zweig en El mundo de ayer: “¡Cómo vivían al margen de todas las crisis y los problemas que oprimen el corazón, pero a la vez lo ensanchan! Ovillados en la seguridad, las posesiones y las comodidades (…) ¡cuán poco se imaginaban, desde su liberalismo y optimismo conmovedores, que cada nuevo día que amanece ante la ventana puede hacer trizas nuestra vida”.
El paso de ese tiempo que parece recomenzar cada día, de su percepción y su existencia, anida en el espíritu de La montaña mágica. De la mano de Hans Castorp nos asomamos al abismo de un tiempo distinto e irreal, donde la sociedad “medio pulmón”, un grupo de enfermos tuberculosos que sobreviven con su neumotórax, encuentran su alegría en que para ellos el tiempo ha dejado de tener importancia. Asistimos a largas e intensas discusiones sobre política, religión y estética con argumentos entremezclados y contradictorios, en un fresco donde aprendemos a conocer sin sentir la obligación de tomar partido, de “posicionarnos”, como horriblemente se dice hoy día. Descubrimos un renovado sentido de lo sensual, tan cosificado y marchito para el lector de hoy que trasciende lo puramente físico y se pone en relación directa con lo divino. Sentimos de forma vicaria: es a través nuestro como “Dios se desposa con la vida, despierta y embriagada”, lo que termina manifestándose en la literatura. Claudio Magris dirá que “el arte no existe sin esta sensual, curiosa y escrupulosa pasión por sentir el relieve de lo físico, los detalles, las formas, los olores”. Al final, entre sus páginas, sentimos cómo la dimensión temporal se diluye entre la narración y lo narrado hasta irrumpir en el propio tiempo del lector, en sus ritmos de lectura, en los sueños que se entremezclan con lo leído, hasta preguntarse con azorada inquietud si quien cierra el libro en ese instante es el mismo que un buen día decidió empezarlo.
Artículo publicado en Nuestro Tiempo, nº661, marzo-abril 2010
Foto: Tagespiegel
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