Abrir esa puerta o no abrirla. He ahí el dilema casi hamletiano que asoma varias veces a lo largo de la vida ante encrucijadas aparentemente banales. La elección comporta aún mayor gravedad cuando esa puerta conduce a la morada interior, y aún más si quien gira la manilla es otra persona.
Recuerdo haber leído de niño el cuento de Barbazul en un volumen grueso y grande, con ilustraciones preciosistas de María Pascual. Luego fui encontrándome ese libro —en realidad eran dos volúmenes— en casas de amigos. Me di cuenta que había un vínculo generacional. Hoy, cada vez que vuelvo a casa de mi madre, lo busco infructuosamente. Quizá esté en el montón de cajas del trastero. Pero bajar allí, abrir la puerta que ha ido quedándose encajada en los goznes por el paso del tiempo y hacer frente a esa montaña de recuerdos, me obligan a darme la vuelta y dejarlo para mejor ocasión. Abrir la puerta o no abrirla para escapar de la memoria y evitar el dolor de lo ya perdido.
Barbazul no es un cuento para niños, aunque se considerara así desde el comienzo, cuando Charles Perrault lo escribió en el siglo diecisiete. La fuente de inspiración no era precisamente un cuento de hadas. Gilles de Reis, un noble de Nantes que tras una vida ajetreada en que llegaría a convertirse en mariscal de Francia y a compartir campo de batalla con Juana de Arco, se había retirado a su castillo. Los lugareños siempre lo tuvieron en alta estima, orgullosos de que alguien tan notable hubiera elegido esa parte del país para vivir. Pero la desaparición lenta y progresiva de cientos de niños y adolescentes desató las especulaciones. El resultado fue uno de los juicios públicos mejor documentados de aquella época. Lo escrito revela la atrocidad a la que puede llegar el ser humano para infligir dolor y muerte en otros. El relato espeluznó a toda Francia e increíblemente acabó en un cuento de hadas.
Pero el desatino no sepultó a Barbazul sino que el misterio simbolista que lo rodea alimentó lo que hoy ya se considera un mito, como pudiera ser Fausto o Don Juan. Gran parte de esta evolución hasta nuestros días se debe a la ópera que escribió Bartók sobre el libreto de Béla Balázs, un intelectual perseguido por sus ideas políticas que pasaría a la historia como uno de los primeros teóricos del cine. Fue precisamente ese arte el que utilizaría el argumento en las primeras cintas que se rodaron (Barbe-bleue, de Georges Méliès, 1901) y que siguió alimentando el mito en las décadas posteriores con películas como Notorious (Alfred Hitchcock, 1946), Secret beyond the door (Fritz Lang, 1947) o The piano (Jane Campion, 1993).
La elección del nombre de Judith no es casual. Balázs se inspiró probablemente en el cuento que escribió Herbert Eulenberg en 1905, titulado Ritter Blaubart, y quizá encontró ahí el nombre que remitía a la historia bíblica de Judith y Holofernes para terminar de conferirle a su trama esa aura mezclada de misterio y sensualidad, tan característica del modernismo. Basta recordar la Judith que pinta Gustav Klimt en 1901: su mirada ya no puede ser la de una inocente esposa que abre con candidez las puertas de un castillo. En sus manos está el destino del hombre que ama, a medio camino entre la redención y la expiación por los males cometidos. Nada que ver, desde luego, con el rostro de Lady Peel que pintó Sir Thomas Lawrence en 1827.
El montaje de la ópera de Baviera, dirigido por Katie Mitchell, lleva el nombre de la heroína y la historia se cuenta desde su punto de vista. Solo que aquí ella es una investigadora privada.
Anna Barlow (interpretada por la soprano Nina Stemme) trabaja en un caso que involucra a tres mujeres desaparecidas. Sospechan del empresario Michael Hayworth (el bajo John Lundgren). Para despertar su interés, adopta una identidad similar a la de las mujeres desaparecidas y se hace pasar por una escort girl. Como seudónimo, elige el nombre de Judith. Cuando accede a su lujoso apartamento, se enfrenta al hombre que se hace llamar Barba Azul.
Lo más controvertido resulta ser su resolución. Judith abre la séptima puerta y descubre a las desaparecidas. Las rescata mientras saca una pistola escondida en su ropa. Ellas escapan y quedan ellos dos frente a frente. Cuando podría parecer que Judith cerraría la puerta para dejarlo allí hasta que viniera la policía, en un gesto de sangre fría le dispara. Un final muy anglosajón para una historia que no es nada banal. Me recordó a aquello que dijo un espectador cuando terminó de ver el estreno de Funny Games (Michael Haneke 1997) en Cannes: “Es inmoral: no se castiga a los malos. Me siento decepcionado”. Sin querer, el disparo de Judith también fue dirigido a la loable intento por contar el mito desde el lugar de la heroína. El desafío quedará para posteriores montajes.
Fotos: Bayerischer Staatsoper/Wilfried Hösl

