Los templos del pasado

Todas las ciudades tienen una bruma de mortalidad que coincide cuando el crepúsculo termina de desvanecerse y la oscuridad envuelve las calles. Los límites del mundo físico se desdibujan y cualquier ensoñación adquiere el relieve de lo real, como ocurre con las afiladas figuras de los cuadros de Kirchner. Esa niebla sensorial inspiró al belga Georges Rodenbachs para escribir Bruges-la-morte, el texto en que se inspiró a Korngold para escribir esta ópera y que su padre, bajo el seudónimo de Paul Schott, convirtió en libreto.

Brujas podría ser aquí cualquier ciudad, no muy distinta a la Viena que el compositor habitaba, en pleno periodo de entreguerras. Paul, el protagonista, encierra en su casa un pequeño santuario. Allí trata de capturar el pasado almacenando los objetos que un día tocó Marie, su esposa difunta, y toda su experiencia exterior está transformada por ese recuerdo.

No es extraño que Simon Stone, el regista de esta nueva producción de Múnich, se muestre muy cercano a este estado de ánimo. Su padre falleció de un repentino ataque al corazón cuando tenía doce años. La ausencia repentina de esa figura se encuentra en cada rincón del escenario, donde vemos deambular a Paul sobre un escenario giratorio en el que se entremezclan el sueño y la vigilia. No es tanto la recreación del mundo alucinado del protagonista, sino la narración de un deseo por recuperar lo efímero, el ansia de retener lo que está condenado a desaparecer de nuestra vista. Esa imposibilidad de repetir una vida, de revivir un tiempo que ya no volverá, va encerrándose en recuerdos circulares, en pesadillas magistralmente recreadas en la escena donde los fantasmas de Paul y Marie vagan y se miran sin encontrarse jamás.

Korngold escribió esta ópera con 23 años y dejó claro que Mahler y Zemlinsky  no se equivocaban cuando presentaban a su pupilo como en nuevo talento de la música vienesa. El oído contemporáneo vincula sus pasajes con un cierto estilo americano, pero la culpa de esa percepción reside en la trayectoria posterior del compositor. En realidad, en su escritura abundan las influencias de Wagner, Strauss, Puccini o Schreker, y la complejidad de sus combinaciones demandan un director poderoso al frente de la orquesta. La ópera fue un éxito durante una década, hasta que el nazismo la confinó al lado «degenerado» de la historia. Korngold, de origen judío, se enteró de la suerte cambiante de su obra en Hollywood, donde había comenzado a colaborar con la incipiente industria cinematográfica americana. Tuvo que quedarse allí, sin billete de vuelta y sin la posibilidad de retomar su carrera operística. Compuso la música de varios títulos hoy famosos, como el Robin de los bosques de Errol Flynn. Muchos de los músicos que luego daría Hollywood quedaron impregnados por aquella forma de componer, como ocurrió con John Williams, que confesó haberle hecho un homenaje al retomar un motivo de Kings Row (Sam Wood, 1942) en la conocida fanfarria del inicio de Star Wars (George Lucas, 1977).

Tuvieron que pasar 22 años para que la obra volviera a Múnich. Korngold presenció el reestreno, pero esta vez no fue un grupo de nazis los que enturbiaron la buena marcha de las funciones sino la fría acogida que le dispensó la crítica, que la catalogó como un «anacronismo romántico». Hoy esta ópera se encuentra en un feliz proceso de rescate, en el que inspiradas puestas en escena tratan de ahondar en el dilema psicológico de su protagonista.

La idea de Simon Stone es de las más profundas y la acerca a esos años en que el compositor contemplaba cómo su obra de juventud había quedado proscrita. La dirección de Kirill Petrenko, el actual director de la Filarmónica de Berlín, contribuye decisivamente al combinar con eficacia y gran sentido narrativo el rubato vienés, el bello lirismo de las canciones de Marietta o Pierrot, y la abrupta melodía de los sueños. Esa alineación astral la completaron el tenor Jonas Kauffman y la soprano Marlis Petersen. Cuando todos estos elementos se combinan, se produce el milagro y este género escénico brilla con esplendor.

«Puede que los muertos nos traicionen al abandonarnos, pero nosotros también los traicionamos para vivir», escribe Andrés Barba en su novela República luminosa. Algo parecido le ocurre a Paul, asediado por la idea de un recuerdo que porfía por desvanecerse lentamente en el tiempo. Orfeo no puede resistirse a mirar atrás y él tampoco. Die tote Stadt es la historia de cómo el mundo de los muertos puede irrumpir con inusitada fuerza en el de los vivos. Las sombras, al final, siempre vuelven y, como nos recuerda Rosalía de Castro, se muestran esquivas al pie de la cama para convertirse en estrellas, viento, río y aurora.

Fotos: Bayerische Staatsoper/Wilfried Hösl

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