La sencillez de lo extraordinario

I.

Ya estamos metidos de lleno en un nuevo aniversario. Cuando aún no han concluido los últimos eventos organizados en torno a nuestro Quijote, 2006 irrumpió con una nueva efemérides -esta vez de su nacimiento- del compositor austriaco Wolfgang Amadeus Mozart.

Hay algo paradójico en esta moda de los aniversarios culturales. Concebidos como una forma de llamar la atención sobre escritores, pintores o compositores fundamentales de la cultura universal en los que, de otro modo, repararíamos de forma ocasional, estos actos han pasado a crear una “agenda” particular de la actualidad cultural, que medios de comunicación e instituciones del ámbito cultural se ven obligados a seguir. A veces tanto, que al final acaban por conseguir lo contrario de lo que persiguen. Y es que no son uno ni dos los que siempre expresan un cierto hartazgo cuando se aproxima un nuevo aniversario cultural.

Con Mozart no ha sido menos. El más famoso compositor de la historia se enfrenta a un nuevo añal. “¿Sobrevivirá Mozart a su propio cumpleaños?”, titulaba estos días, con bastante ironía, una revista muy conocida entre los aficionados a la música clásica. Pues ojalá que sí. Yo animo al lector a que intente abstraerse de la moda y a beneficiarse de lo que estos aniversarios traen consigo, como por ejemplo la oportunidad de asistir en directo a la interpretación renovada de sus obras más conocidas y también de las que no suelen estar en las programaciones habituales de los auditorios. Para los que empiezan, será el momento de descubrir las composiciones fundamentales del músico salzburgués. Para los más avezados, el de continuar descubriéndole.

Estamos, precisamente, ante una figura que ha sobrevivido a su propio mito y a su propia leyenda. Ningún compositor ha conocido más revisiones y reinterpretaciones a lo largo de su historia. Ninguno ha suscitado un deseo más ferviente de descubrir al hombre que se esconde debajo de la música. Intelectuales de todo el mundo y de todas las épocas se han maravillado siempre de su inefable magnetismo.

¿Qué tiene Mozart? ¿Por qué se le admira y venera tanto? ¿Qué hace que concite el entusiasmo del aficionado recién llegado a su música hasta el músico virtuoso más exigente? Me gustaría decirle al lector que hay una respuesta definitiva a estas preguntas, pero me temo que no existe. La búsqueda de estas respuestas es lo que sigue intrigando a numerosos académicos y aficionados, no solamente cuando las modas culturales lo imponen, en forma de aniversarios, sino cada vez que escuchan una obra del compositor. Este artículo una modesta aportación, un reflexión a estas preguntas que vuelven una y otra vez sobre esta figura de la cultura universal.

La fascinación por la figura de Mozart, como objeto permanente de estudio a lo largo de los últimos siglos, bien puede residir en tres razones fundamentales. En primer lugar, el particular momento histórico que vivió, la segunda mitad del siglo XVIII, que desembocaría en la Revolución Francesa. En la música también se percibirían cambios, como el paso de las formas barrocas a lo que hoy conocemos como Clasicismo. En segundo lugar, los avatares de su propia biografía, desde su infancia de niño prodigio hasta su fallecimiento, a los 35 años, completamente arruinado y enterrado en una fosa común. Y por último, las características de sus propias composiciones, que lejos de revoluciones, explora los límites de la expresión musical, convirtiendo lo sencillo en extraordinario. Repasemos cada una de ellas.


II.

Notte e giorno faticar
per chi nulla sa gradir

(Noche y día trabajar/para quien nada agradece). Así comienza la ópera Don Giovanni, nada más levantarse el telón, donde vemos a Leporello maldecir su mala suerte como sirviente del aristócrata Don Juan. Toda una declaración de intenciones al inicio de la que se iba a convertir, con el tiempo, en su ópera más influyente.

Don Giovanni significará muchas cosas. Estrenada en 1787 en el Teatro Nacional de Praga, es la ópera que marcará los destinos de un género musical llamado a convertirse en el más popular, en el más espectacular, de los siguientes 150 años. No es posible entender la ópera del siglo XIX sin Don Giovanni. El escritor E.T.A Hoffmann admitió estar en estado de “exaltación poético-musical” tras escuchar su obertura. “Don Giovanni es la ópera de todas las óperas”, dijo. Con Le nozze di Fígaro y esta ópera, Mozart consiguió la máxima expresión al dotar al género de entidad propia, fruto de la conjunción de los tres géneros líricos imperantes en el momento: el vodevil francés, el singspiel alemán y la ópera bufa italiana.

Desde L’Orfeo de Monteverdi, los temas de las óperas procedían de historias de la mitología clásica. Con Mozart, y más concretamente con Da Ponte como libretista, las historias empiezan a provenir de obras literarias, podríamos decir “contemporáneas”, escritas en su tiempo, con un tratamiento mucho más actual de los grandes temas de la literatura. En Don Giovanni nos encontramos con temas universales como la muerte (muy importante en Mozart, como veremos más adelante), la contraposición del bien y del mal, el amor o la justicia.

Cuando esta ópera subió al escenario, faltaban dos años para que estallara la Revolución Francesa. En las estrofas iniciales de Leporello se deja entrever el ambiente social y político de la época. Los músicos también forman parte de esa corriente. Hasta esos años, las gentes que se dedicaban a interpretar y componer música, generalmente para la aristocracia, eran considerados como sirvientes. Llevaban librea, como los demás criados, y los más afortunados eran considerados “oficiales de la casa” como le ocurría a Haydn el palacio del príncipe de Esterházy. Poco a poco, empezarían a reivindicar su posición y a intentar engrosar la clase media incipiente en torno a la cual se agrupaban profesiones liberales, comerciantes y artesanos. La biografía de Mozart fue precisamente la primera manifestación de lo que vendría a suponer la profesión de músico a partir de ese momento. Después de muchos encontronazos con el arzobispo de Salzburgo, Colloredo, después de haber dado conciertos en los salones y cortes más exclusivas de Europa, decidió irse a Viena para vivir exclusivamente de encargos y de sus conciertos, llamados “de suscripción”. Los primeros en los que se pagaba por asistir y que no estaban circunscritos a los invitados asistentes a una fiesta de tal o cual casa aristocrática.

Hasta el Barroco y el Rococó, la música tiene un carácter pragmático, meramente instrumental, cuya función principal es entretener y amenizar las fiestas y soireés de la alta sociedad. En aquellos salones creció el pequeño Mozart, asombrando a todos con su virtuosismo precoz. Sería el propio músico el que empezaría a reivindicar para la música una condición mayor que la de mero adorno, que acabaría por moldearse definitivamente con Beethoven. De esta manera, los conciertos por suscripción, que fueron los primeros abiertos a un público más amplio, y la renovación total del género operístico, abrieron las puertas de la concepción que tenemos hoy de la música.

Mozart creció entre partituras barrocas. Empezó a componer la primera parte de su vida dentro de lo que se conoce como “estilo galante”, uno de cuyos máximos exponentes fue su maestro y amigo Johann Christian Bach, hijo del maestro de Leipzig y a quien conoce en sus estancias en Londres, y alcanza su madurez dentro del Clasicismo, un estilo más austero y solemne que los anteriores. Sin embargo, fue contemporáneo del Sturm und Drang, movimiento liderado por Goethe y Schiller que empieza a presagiar el Romanticismo.

El Romanticismo, junto con el Sturm und Drang y el Idealismo, surgió como una reacción del movimiento ilustrado; es decir, como dice Copleston, “frente a la gran preocupación de la Ilustración por la comprensión crítica, analítica y científica, los románticos exaltaron el poder de la imaginación creadora y el papel del sentimiento y la intuición.” Así, la figura del creador emerge por encima del filósofo. Y con él, figuras como Beethoven, Schubert, Haydn y, sobre todo, Mozart.


III.

Desde su muerte en 1791, la figura de Mozart ha fascinado a generaciones de artistas e intelectuales. Una infancia de niño prodigio y una vida corta, 35 años, para una producción tan vasta (616 obras catalogadas), truncada por la tragedia de una enfermedad inescrutable que dio con sus huesos en una tumba sin nombre. En 1841, Franz Grillparzer, que también escribió el epitafio de Beethoven, le recordaba de esta forma: “Aunque no se conozca la tumba/en la que halló descanso/¿a quién le preocupa, amigos?/Él no ha muerto”.

Mozart sigue vivo, qué duda cabe. Para el gran público, de una forma más nítida gracias a la película de Milos Forman, Amadeus (1984). Aunque bien es verdad que el Mozart que se ve en la película dista mucho del que sabemos por testimonios ajenos y por las propias cartas del compositor. Historia de muchos clichés, esta película presenta al músico salzburgués como un genio de la composición y la improvisación que acusa un comportamiento infantil y extravagante en sus relaciones sociales. Forman se basó en la obra de teatro del mismo nombre escrita por Peter Schaffer, en la que Antonio Salieri, maestro de la corte de José II, confiesa que envenenó a Mozart por la envidia que le producía su obra y su facilidad creadora.

Mucho ha hecho esta película para que hoy todavía se considere a Mozart un genio atolondrado, cercano a un cuadro psicológico anormal. El aniversario de su muerte, en 1991, sirvió para que se empezara a poner en cuestión esta imagen. Pero estaba claro que el director checo optó por la versión de la historia que más juego narrativo y cinematográfico le daba. Este modelo ha funcionado muy bien en Hollywood, con películas de gran éxito como Shine, donde el protagonista, basado en una historia real, es un pianista, o Rain Man. En los tres casos, los protagonistas consiguieron el Oscar al mejor actor.

Pero hasta aquí el mito. Querido lector, créame si le digo que a Mozart también le costaba componer. Nada de facilidades. Talento construido sobre la base de un estudio y un esfuerzo enormes. Estudió con dedicación a Bach, Haendel y la técnica de composición de su amigo Haydn, a quien dedicó seis de sus cuartetos de cuerda no sin admitir, en su dedicatoria, que “son, en verdad, el fruto de un largo y laborioso esfuerzo (…) Tu aprobación me anima por encima de todo, porque yo te los encomiendo, y me hace confiar en que no te parecerán del todo indignos de tu favor”. Este, desde luego, no es el Mozart del celuloide. Tres años transcurrieron desde el primer cuarteto hasta completar el último, una eternidad si se compara con la velocidad a la que compuso gran parte de su producción.

Tras el estreno de Don Giovanni, Mozart confesó a un director de orquesta llamado Kuchar: “No escatimé el esfuerzo y el trabajo para conseguir algo especial en Praga. La gente, sin embargo, está equivocada si piensa que el arte viene a mí fácilmente. Le aseguro, amigo mío, que nadie ha puesto más esfuerzo en el estudio de la composición que yo mismo. Apenas un maestro de música famoso puede encontrarse cuyo trabajo no haya estudiado asiduamente y a menudo varias veces…”

Partamos de la base de que la creación es fruto de un acto inconsciente, inesperado, a decir de los estudiosos en la materia. Gracias a la memoria, se conservan y se elaboran estos actos hasta conformar la obra de arte final. El mito de la escritura automática tiene que ver con este proceso. Siempre se ha hablado de la comparación entre las partituras de Mozart y Beethoven. Limpias y claras, las del primero; llenas de tachaduras y correcciones, las del segundo. Sin embargo, no sería más que un acto más de mitomanía inconsciente esgrimir este dato para apuntalar la superioridad artística del austriaco sobre el alemán. Procesos distintos, más espectaculares, si se quiere, los primeros, pero excelsos en resultados los de ambos.

La muerte forma parte decisiva de la biografía de Mozart, idea que sobrevuela e impregna su visión del mundo y también la composición de sus obras. Como hemos visto, la música en aquel tiempo comienza a dejar de tener una concepción trivial, pasajera. En Mozart asistimos a la tensión creadora entre la obra de encargo y la obra llamada a perdurar, a formar parte de la propia historia de la humanidad, como ocurrirá a partir del Romanticismo. La obra musical como metáfora de la vida, en la que el tiempo marca un origen y un final. La obra vive mientras se está interpretando y en esa interpretación asistimos a la historia de una pequeña vida, con sus avatares, sus alegrías, sus tristezas, y como en todas, a su muerte, a su final. Después, sólo pervivirá en nuestro recuerdo. Aunque, como dice Stefan Zweig, “las vivencias que una vez llegaron al corazón ya no tienen un ayer”.

El compositor salzburgués se lo confiesa a su padre en la última carta que le envió antes de que muriera, el 4 de abril de 1787, presagiando el desenlace de su progenitor. Años antes perdió a su madre durante su viaje a París y en años sucesivos perdería a varios hijos. “Me he acostumbrado a imaginarme en todo lo peor, ya que la muerte, mirándola bien, es el verdadero objetivo final de nuestra vida, y por eso desde hace unos años me he familiarizado tanto con ese amigo verdadero y bueno del hombre, que su imagen no sólo ya no tiene nada de espantoso para mí, sino de muy tranquilizador y consolador, y doy las gracias a Dios que me ha concedido la felicidad de tener ocasión, usted me comprende, de conocerla como la llave de nuestra verdadera felicidad. Nunca me acuesto sin pensar que quizá, por joven que yo sea, no veré el día siguiente, y nadie de todos los que me conocen podrá decir que fui malhumorado o triste en mi trato, y por esa felicidad doy todos los días gracias a mi Creador y se la deseo de todo corazón a todos mis semejantes”.


IV.

“Mozart es la perfección de la forma y también la belleza sensual de su sonido”, dice el pianista Alfred Brendel, uno de sus más famosos traductores. La coincidencia de una mente preclara para la música, un aprendizaje intensivo y un ambiente donde se respiraba música a todas horas fueron capaces de obrar el milagro. Persona y entorno coincidieron en el tiempo para dar lugar a un músico excepcional. Aún así, Mozart murió a los 35 años. ¿Alguien se atreve a imaginar qué hubiera pasado, qué otras obras nos hubiera dejado, qué otros límites musicales hubiera explorado, si al menos hubiese vivido tanto tiempo como Beethoven?

Sus últimos diez años fueron lo más fecundo de su obra musical. Desde el Idomeneo, estrenada en Munich en 1781, hasta el octavo compás del Lacrimosa de su Réquiem, horas antes de su muerte, el 5 de diciembre de 1791. Una década que abría nuevos campos a los compositores que vendrían después. Como él hizo, por ejemplo, con las innovaciones estilísticas introducidas por Haydn. Innegable es su influencia en toda la música posterior. Mozart ofrecería con su obra los mimbres necesarios para que la música entrara definitivamente en el Romanticismo.

Nunca la simplicidad aparente de una composición musical fue tan extraordinaria. Tras ella se esconde una maestría enorme en el dominio de la forma y en el equilibrio de los elementos de composición. Entre músicos se dice que la música de Mozart es demasiado fácil para un artista joven y demasiado compleja para un veterano. Joaquín Achúcarro, uno de nuestros pianistas más internacionales, aventura una razón: es posible que el joven vea pocas notas, pero el veterano ve lo que no está escrito, es decir, lo que hay que interpretar.

El resultado es una música rica en matices, pero desde una visión orgánica y con estructura definida. Una concepción que influye en la interpretación, como ha puesto de relieve uno de sus intérpretes al violín más reconocidos, Franz Peter Zimmermann: “Con Mozart no puede haber artificios. O sale de una manera natural o no puedes forzarlo”. Sus composiciones no pueden interpretarse de forma fragmentaria, sino que tienden hacia la fluidez, hacia la unidad.

Sencillez y pureza han convertido a Mozart en el compositor, entre otros, como Schubert o Haydn, que los directores musicales de las orquestas programan para suavizar los vicios interpretativos adquiridos después de una larga temporada tocando repertorio romántico. Por el contrario, la legendaria soprano Birgit Nilsson, fallecida hace escasas semanas, confesó en una ocasión que calentaba la voz con pasajes de Fiordiligi, de la ópera Cosí fan tutte, antes de salir a escena y enfrentarse a papeles de la dificultad técnica y dramática de Wagner o Strauss.

En Mozart no hay elementos nuevos. Su radical novedad es de concepto, de límite, de evolución, de movimiento. Maria Joao Pires, pianista portuguesa de amplio repertorio mozartiano, decía recientemente que “Mozart fue el compositor del cambio. Una persona que aceptó que las cosas siempre están en continuo movimiento. Él supo como nadie adaptarse al devenir del mundo, mientras el resto de los mortales nos aferramos a lo concreto”. “En su música pasan muchas cosas en muy poco tiempo” nos dice, también, Joaquín Achúcarro.

Quizá por ello, cuando se le escucha, es difícil no experimentar un sentimiento de renovación, como si alguien hubiera abierto las ventanas de par en par de la estancia en la que estamos. Alegría, melancolía, solemnidad se desprenden de sus melodías como estados de ánimo cambiantes que adivinan a un auténtico alquimista detrás de sus pentagramas. No es revolucionario, no es nuevo, pero es absoluto, esencial, sublime.

En las composiciones mozartianas tampoco hay un compás de más. Todo tiene un sentido una evolución y un equilibrio que conducen al espectador por los vericuetos y los límites de tonalidades, articulaciones y dinámicas. El director musical de la Orquesta Nacional de España, Josep Pons, lo escribía hace unas semanas: “Mozart es eternamente bello aunque en sus obras más ambiciosas parezca moverse en el límite de la transformación tonal. Porque ¿en qué tono está el inicio del desarrollo del primer movimiento de la Sinfonía nº 40? Nos deja en vilo a lo largo de los primeros compases. No se puede saber hasta que resuelve, lo que es una demostración de que sólo los grandes juegan con tanta eficacia con la ambigüedad”.

El poeta Luis Cernuda lo dejó claro en su Desolación de la Quimera (1956):

Si alguno alguna vez te preguntase:
’La música, ¿qué es?’
‘Mozart, dirías,
es la música misma

Para terminar, querido lector, no le voy a abrumar con una lista interminable con lo que debe o no debe escuchar. Muchos lo habrán hecho ya, de los que espero que esta reflexión les haya sido de algún provecho. Pero si no lo ha hecho nunca, no espere más. Pruebe a deslizar en el equipo de música de su coche (o en su mp3, si va en transporte público) el primer movimiento adagio-allegro de la Sinfonía nº 38 “Praga”. O el andante del Concierto para piano nº 12, que compuso en memoria de su amigo y maestro Johann Christian Bach cuando tuvo noticia de su muerte (¡Vaya homenaje a un amigo!). A primera hora, de camino al trabajo. Le aseguro que esa mañana será distinta. Si tiene ánimo, siga escuchando y deje que él le lleve hasta el final. En ese momento, con toda probabilidad, su música habrá entrado en su vida para quedarse. Así, en el próximo aniversario, entre tanta oferta y merchandising, será parte de ese grupo afortunado de aficionados que, como ha dicho de éste nuestra gran mezzo mozartiana Teresa Berganza: “Yo a Mozart lo he celebrado toda mi vida”. Celebrémoslo, pues.

Fotos: Berliner Philarmoniker Store, The New Yorker (Mick Stevens)

Artículo publicado en Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, marzo-abril 2006, nº 104

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