Había caído un chaparrón sobre los pacientes espectadores que asistían a la ópera frente a la fachada del teatro cuando en el interior pugnaba por abrirse paso el primer acto de Rigoletto. Sobre una plataforma cuadrada, tan sólo delimitada por una potente luz de neón, se movían los cortesanos del Duque de Mantua, suntuosamente vestidos en rojos, que contrastaban con las líneas sencillas y minimalistas que presidían el escenario. Una buena amiga, que intentaba mojarse lo imprescindible fuera del teatro, pudo advertir en la escenografía del canadiense Michael Levine influencias latentes de artistas del minimalismo americano como Donald Judd o Sol LeWitt.
Patrizia Ciofi (Gilda) en el momento de cantar ‘Caro nome’
Sin embargo, a la sobriedad del escenario y la vistosidad del vestuario se contraponía un coro cumplidor y unos cantantes con grandes dificultades para transmitir la honda tensión de esta singular obra maestra verdiana. Tan sólo el Caro nome de Patrizia Ciofi pareció elevar algo la temperatura en la sala, pero Rigoletto (Roberto Frontali), con un frío, inane e insignificante “¡Sono bendato!”, nos devolvió a la realidad de una función que amenazaba con naufragar, como el público que escuchaba afuera. Con el descanso el cielo se abrió y, aunque el sol no calentó lo suficiente, la Plaza de Oriente se aprestaba a ver un segundo acto satisfactorio.
Quizá éste sea el momento determinante de esta ópera, donde las producciones se juegan su ser o no ser. En él, vemos a un Rigoletto abatido por la desaparición de su hija Gilda, pero que debe continuar con el ingrato trabajo de entretener y hacer reír a la corte de Mantua. La maravillosa música de este acto nos guía entre la rabia estéril de un bufón burlado (“Cortigiani, vil razza dannata”) y su patética petición de clemencia (“Ebben, piango”) hasta llegar al formidable dúo entre el padre y su hija mancillada (“Tutte le feste”). En el pentagrama se cruzan por fin los dos mundos que el cómico jorobado pugna por separar, los mismos que el neón inspirado probalemente en Dan Flavin trata de diferenciar sobre el escenario: su vida ordenada con su hija, a la que educa en la virtud, y la disoluta y cruel al servicio del duque. ¿Cuál de las dos es la verdadera?
Poco de este apasionante enigma termina por emerger en esta producción firmada por Monique Wagemakers, que adolece de una pobre dirección de actores. Más preocupada por los difíciles movimientos del escenario, y por que el coro ajuste sus movimientos coreografiados, la tensión dramática teatral termina por encallar, y sólo aparece tímidamente en los papeles del inquietante y gangsteril Sparafucile (Marco Spotti) y la exuberante Maddalena (Nino Surguladze).
Cuando descubrió Le Roi s’amuse, de Victor Hugo, Verdi se entusiasmó con la profundidad psicológica y teatral de Triboulet, el pérfido jorobado de la obra. “Es una creación digna de Shakespeare”, llegó a decir. Encontró en su complejidad teatral una vía para dar el singular tratamiento musical que quería dar a los personajes de sus obras. Más que nunca, el cantante de ópera debía pensar no sólo en actuar, sino en hacerlo, sobre todo, con la voz.
Roberto Frontali no acabó nunca de poner toda la carne en el asador con su Rigoletto. Cantó con gran superficialidad. La irrelevancia de su ira en la escena del secuestro no espoleó su reacción ante el cadáver de su propia hija, que perpetró con singular desdén. Fue, en general, un elenco que cantó con oficio las arias comprometidas, pero se olvidó de poner pasión y mordiente en sus recitados. José Bros nos mostró un descafeinado Duque de Mantua y tan sólo Patrizia Ciofi sobresalió por su bello timbre, aunque el carácter contrariado que le dio a su Gilda no la ayudase en nada. La dirección de Roberto Abbado resultó muy irregular, avanzando a trompicones, y perdiendo oportunidades para resarcirse como el bellísimo cuarteto del final (“Bella figlia dell’amore”). Unos y otros se dejaron contagiar por la frialdad del escenario, que sólo se rompió con los fervorosos aplausos del público al final. Mucho se echaba de menos a Verdi. Subyugados por la inspiradísima música del segundo acto, alguien gritó desde el patio de butacas: “¡Viva Verdi!”. Pues eso. Que viva, pero que viva de verdad.
Rigoletto. Música de Giuseppe Verdi y libreto de Francesco Maria Piave. Int.: José Bros, Patrizia Ciofi, Roberto Frontali, Marco Spotti, Nino Surguladze, Luiz-Ottavio Faria, David Rubiera, Angel Rodríguez. Dir. esc.: Monique Wagemakers. Coro Intermezzo. Orquesta Titular del Teatro Real. Dir. mús.: Roberto Abbado. Nueva producción del Teatro Real con el Gran Teatre del Liceu de Barcelona. Madrid, hasta el 23 de junio.
Foto: Javier del Real
Artículo publicado en Actualidad Económica, 12.6.09
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(Y, sin embargo, en la función del 22 de junio, la única que cantó el veterano barítono italiano Leo Nucci, se produjo el milagro: en el segundo acto tuvo que repetir la parte final de su duetto con Gilda (Patricia Ciofi). Existe un testimonio grabado de aquél acontecimiento, el primer bis que se produce en la historia del Teatro Real, donde podemos apreciar la mordiente que el cantante aportó al papel, justo el que estaba faltando en las funciones anteriores y que reseñamos en este artículo. Es verdad que muchos aficionados recuerdan grandísimos momentos como el que se produjo en Rigoletto, y que muchos de ellos podrían haber acabado en un bis, pero los planetas se alinearon de una manera muy particular aquella noche y el gran Nucci tuvo que volver a abordar el rabioso «Si, vendetta». Bravo maestro)
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¿Cuál de las dos es la verdadera?. Está claro la de la Virtud, como la Reina Catalina de Aragón, podrían crear una ópera basada en su vida, impresionante y Virtuosa Señora, Verdadera Reina.
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