Uno, dos, tres

Foto de Javier del Real

Venga, vamos. Ya. Corre, llama, escribe, llama, corre, llama, llama, escribe, corre. ¡Schlemer! Apenas el frenesí de McNamara le deja tiempo para pensar en el confuso origen de su ayudante, a quien no deja de llamar a gritos. Ni siquiera para pasear la vista por las interminables curvas de Ingeborg. Uno, dos, tres.

Cuando Billy Wilder volvió a Berlín para filmar aquella hilarante sátira no pudo evitar encontrarse con la huella de su pasado, con todo lo que se deja atrás cuando alguien se ve obligado a huir. Quizá recordó con una media sonrisa aquellas tardes en el cine, cuando descubrió El acorazado Potemkin, la obra maestra que Einsenstein había forjado en los albores de la revolución rusa, la que iba a alumbrar al mundo un sistema alternativo al capital, en apariencia más igualitario, menos feroz, más lento. Un buen día todo aquello se esfumó: los cafés en Charlottenburg, los paseos por el Tiergarten, los cabarets de la Friedrichstrasse. Escribía en periódicos para sobrevivir —sí, hubo un tiempo en que alguien podía ganarse la vida escribiendo—, pero todas sus ilusiones estaban puestas en la incipiente carrera de cineasta que había comenzado en los famosos estudios UFA. Hasta que todo terminó. Como tantos otros, debió subir con precipitación a un tren que le llevara a París, y de allí a Estados Unidos. El resto ya lo conocen. Sigue leyendo en Nuestro Tiempo…

***

Recibe ‘El último remolino’ en tu correo electrónico

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s