Las sombras de la batalla

Cuando Henry Purcell asumió el cargo de organista en la Abadía de Westminster, sobre el tejado del Parlamento todavía podía verse la cabeza de Oliver Cromwell clavada en una pica de seis metros. Es muy probable que el compositor se tropezara con aquella escena en su camino diario hacia el templo y pensara en la cruda y fría paradoja de vivir en una Inglaterra encabezada por el hijo de un rey decapitado.

Carlos II había llegado al trono once años después de que Cromwell y la Cámara de los Comunes ejecutaran a su padre en nombre de “la providencia y la necesidad”. Una de las primeras decisiones del nuevo monarca fue la de desenterrar el cuerpo del líder republicano y colgarlo del árbol de Tyburn, para más tarde decapitarlo y colocarlo en el punto más alto de Westminster Hall. Un país que se concede tan corto espacio de tiempo para emprender el camino de la República y deshacerlo, tiene que quedar marcado irremediablemente por la relatividad de los acontecimientos, por ese pensamiento prudente y algo fatalista de no tomar nada por definitivo. En esa situación, la figura de Dios se vuelve alguien a quien volver la vista e interrogar por el sentido de todo aquello, por la razón de tantas muertes para tan poco cambio. Sigue leyendo en Nuestro Tiempo…

Foto: Aleksey Gushchin

 

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