Atracción secreta

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¿Qué tienen un puñado de valses para convertirse en el acontecimiento musical más visto del año, con espectadores de 70 países? Desde la primera retransmisión en 1959 la cifra no ha dejado de crecer y desde 2006 se han incorporado a esta ingente audiencia global países de África y América Latina. Cuando Clemens Krauss dirigió el primer concierto en 1939 -algo más de año y medio tras la anexión de Austria por la Alemania nazi de Hitler- nunca imaginó que su programa, compuesto por valses de Johann Strauss hijo, llegaría a congregar un día a media humanidad delante del televisor para celebrar las primeras horas del año con música vienesa. Catalogados otros compositores austriacos como “música degenerada”, aquel concierto nacía como un esfuerzo por rescatar aquella divina indolencia del imperio de Francisco José, inasequible a los desaires de la historia y empeñado por cubrir con pan de oro cualquier desajuste social. Cada primer día del año hay algo de esa atracción secreta por un ritual del optimismo cuando el espectador se sienta a escuchar esta música agradable y previsible, como ese cuento que los niños piden y piden aunque ya lo hayan escuchado miles de veces.

Desde que en 1987 la orquesta decidiera introducir la variación del director hemos asistido a conciertos memorables, merced a la lectura personal de quien se sube al podio. Aquel año lo hizo, por primera y única vez, Herbert von Karajan. En los días previos al concierto de este año, Daniel Barenboim admitía haber visto muchos, pero ninguno como el que dirigió el maestro salzburgués. El maestro hispano-argentino asumía a la dirección del concierto por segunda vez y ya desde los primeros compases puede adivinarse la ilusión con que llegó a la capital austriaca.

Todas las virtudes de su dirección se ponen de manifiesto cada vez que aborda una pieza larga. El comienzo de Friedespalmen es embriagador, con un crescendo luminoso y una aplicación del rubato ajustado y equilibrado. Una pieza que se interpretaba por primera vez en este concierto y que a buen seguro volveremos a escuchar. Lo mismo ocurrió con la Egyptischer Marsch, suntuosa y operística. La introducción es uno de esos motivos por los que merece la pena escuchar cada primero de enero a esta orquesta. La versión de Cuentos de los bosques de Viena es quizá la más redonda, que desde luego puede catalogarse entre las mejores versiones de la historia del concierto. La primera frase de la cuerda, que abre el primer tema melódico, es sencillamente conmovedora. Una vez más, un vigoroso crescendo inicial abre Las atracciones secretas o Dynamiden, donde vuelve a comprobarse el estilo tan «vienés» del rubato de Barenboim, maestría que volverá a desplegar en un brillante Danubio Azul. Sin llegar al olimpo de Karajan (1987) y Kleiber (1989 y 1992), desde luego este concierto es uno, sino el mejor, de los últimos años, junto a los de Ozawa (2002), Harnoncourt (2003) o Georges Prêtre (2008 y 2010).

La universalidad de este concierto quizá tenga que ver con esa Austria que vio nacer todo el repertorio que se interpreta en este concierto. Un imperio forjado por un caleidoscopio de nacionalidades y lenguas que convivían bajo el manto de seguridad que desplegaba la figura del emperador. En los últimos años de aquel sueño, un periodista le preguntó al ministro de Asuntos Exteriores, el conde Leopold Berchtold, de qué nacionalidad se sentía, ya que por sus venas corría sangre de procedencia alemana, checa, eslovaca y húngara. Le miró a los ojos y le contestó: «Yo soy vienés».

Artículo publicado en La Quinta de Mahler

Foto: ORF

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