Para que el tiempo sea tiempo necesita repetición. La sucesión de los años y los meses nos sumergen en una falsa circularidad. Creemos volver al punto de partida, como si el presente se repitiera cada año en la misma estación, en la misma semana. A fin de cuentas, el calendario es un intento de objetivar el tiempo, de retenerlo, de experimentar la falsa ilusión de volver a vivirlo.
Incluso no es necesaria la existencia de un sonido repetido. Basta con un movimiento aún en el más absoluto silencio. La sola contemplación del movimiento impulsa el tiempo hacia delante. Ocurre en la naturaleza con la luna, las nubes o las ramas de los árboles. Quizá no haya campo más sereno que el toscano, donde hasta las nubes se mueven perezosas. Allí todo se detiene y apenas ocurre nada. Todo está en movimiento, sea más o menos lento. Y en esa contemplación de lo que se mueve, percibimos que el tiempo pasa.
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