Àlex Rigola redefine los límites de Chéjov en su versión de Vania (escenas de la vida) en los Teatros del Canal de Madrid
Cómo concentrar la intensidad de un drama en un espacio exiguo y durante poco más de una hora sin que una sola de las palabras pronunciadas pierdan un ápice de su eternidad. La vida se concentra en un rincón, en la conversación esencial y solemne de sus personajes. Las voces de todo ese intercambio retumban quedamente e impulsan el ritmo interior, el latido de unos actores que vagan en busca de amor y reconocimiento. En ese estrecho lugar hecho de madera blanca, las miradas tienen la amplitud de un pequeño universo.
En este Vania de Àlex Rigola, los actores se han reducido a cuatro. El director ausenta del original a María, la madre de Vania; al anciano ex-terrateniente Teleguin y a la nodriza y anciana sirviente, Marina. El caso del profesor resulta mucho más sutil. Alguien escribe sobre la pared al comienzo de la obra: “El profesor se está muriendo”. Sin que aparezca en escena, con esta simple frase, se introduce la variable de un tiempo que necesariamente ha de terminar, una existencia contrarreloj en la que se ven envueltos los personajes centrales.
En esta versión, el texto se yuxtapone y la acotación desaparece. Otro tanto ocurre con los lugares, que pasan a ser algo secundario en el desarrollo de la obra. El espacio está en realidad vacío y el peso del teatro descansa en los actores, en sus movimientos y sus palabras. La declamación propia del teatro desaparece y con él cualquier riesgo de impostación. Frente al distanciamiento de Brecht, este Vania inspira el mismo aire que respira el actor, acerca al público hasta que sea capaz de escuchar la palabra susurrada, como quien sopla una herida.
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Foto: Alba Pujol