La posibilidad de que muchos teatros dispongan de pequeñas salas permite ver obras donde la proximidad, el aliento, y los rostros de los actores pueden percibirse con mucha más nitidez. En ellas se representan auténtico teatro de cámara: obras de pocos actores y con una escenografía muy sencilla. En la sala pequeña del Teatro Español hay que tener cuidado cuando se accede a ella para no tropezarse con las luces de la corbata del escenario. El público entra ruidosamente en un espacio reducido, como si la proximidad de la escena, que suele esperar siempre sin telón, no les impusiera lo más mínimo.
Esta producción de Regreso al hogar dirigida por Ferran Madico comienza con la reconocible aria de Leonora en Il Trovatore, de Giuseppe Verdi, (“Tatea la notte placida…”) donde habla de noches calladas y plácidas, donde un trovador viene a cantar versos que repiten su nombre. “A mi corazón, a mis ojos extasiados, la tierra les pareció cielo”, concluye. La aria, que se repite fragmentada a lo largo de la obra, actúa de contrapunto, de necesaria evocación idealista, a la asfixiante atmósfera que se respira en esta misteriosa casa masculina del norte de Londres.
La cesura es el motor del teatro de Harold Pinter. Siempre hay una historia velada, oculta, que late tras cada diálogo, cada mirada, cada suspiro de los personajes creados por este dramaturgo, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 2005. Regreso al hogar es una obra que van levantando los actores como si fuera un mecano, que va alcanzando altura a medida que las piezas son capaces de sostener la estructura, como ocurre en esta producción que volverá a ser programada en junio. “¿Dónde están las tijeras?”. Pinter confesó en su discurso ante la Academia Sueca que esta obra la empezó a escribir por esta frase sencilla, que aparentemente no significa nada, pero que depende cómo se diga, con qué entonación, con qué gesto, nos cuenta mucho más. La fiereza de Max (Manuel de Blas), el gesto crispado al preguntar a su hijo Lenny (Tristán Ulloa), evoca un conflicto denso, gestado durante mucho tiempo en esas cuatro paredes que ya no se moverán sobre el escenario.
Cuando aparece Ruth (Ana Fernández), la mujer de Teddy (Sergio Otegui) —otro de los hijos de Max—, envuelta en un abrigo de color blanco, la estancia sombría de esta familia de hombres se ilumina. Su presencia parece desorientar a los habitantes de la casa. Ruth es el contraste: el silencio frente al ruido, las palabras justas frente a los gritos, las miradas frente a la verborrea.
Han pasado seis años desde que Teddy se marchara a Estados Unidos, a ocupar una plaza de profesor de Filosofía en la universidad. Antes tuvo tiempo de casarse con una chica del barrio, a quien su familia no tuvo tiempo de conocer. Toda esta información Pinter nos la desvela en un estadio que va más allá de las palabras. La conversación entre Lenny y su recién conocida cuñada es todo un juego de muestra y ocultación, que hace cundir el pánico en la lógica del espectador. ¿Qué está pasando? ¿Hay alguna razón escondida, que no advirtamos, en el juego dialéctico y gestual de estos dos cuñados accidentales?
La obra toma unos derroteros aparentemente absurdos. ¿Lo son en realidad? El teatro de Pinter juega con la paciencia del espectador, con su deseo de “ir más allá” o quedarse en la mera apariencia. Seguidor de Samuel Beckett, cultivó el teatro del absurdo en sus primeras obras, pero pronto descubrió un camino, abrupto e incierto, para desentrañar los misterios más profundos que anidan en el alma humana. Como nos dice Eduardo Mendoza, traductor de esta versión, el de Pinter es un teatro a caballo entre el realismo y el absurdo, donde “es posible que se nos plantee la duda de que si lo que ocurre ante nuestros ojos ocurre realmente en la realidad escénica o sólo (o en parte) en la imaginación de los personajes”. O en la de los espectadores. Quizá, la verdadera dimensión del teatro de Harold Pinter se adquiere más allá del mismo escenario, cuando las luces de la sala se han apagado y el espectador vuelve a casa intentando explicarse de forma cabal lo que ha presenciado.
Regreso al hogar, de Harold Pinter. Traducción de Eduardo Mendoza. Dirección de Ferran Madico. Int.: Manuel de Blas, Tristán Ulloa, Ricardo Moya, Julián Ortega, Sergio Otegui y Ana Fernández. Teatro Español, Madrid, hasta el 15 de marzo.
Foto: Sergio Parra
Artículo publicado en Actualidad Económica, 13.3.09