Beethoven encadenado

«El hombre ha nacido libre, y por doquier está encadenado. Hay quien se cree amo de los demás, cuando no deja de ser más esclavo que ellos»
—Jean-Jacques Rousseau, Del contrato social

Justo antes del estallido de la pandemia, en Viena ya se conmemoraba un nuevo aniversario de uno de sus más ilustres moradores: Ludwig van Beethoven. Los carteles de los dos principales teatros de la ciudad anunciaban una de sus creaciones más paradójicas y sugerentes.

Aunque siempre estuvo en contacto con la música escénica, la ópera se le resistió hasta el final. Fidelio es una obra largamente gestada y pesadamente concebida; la antítesis de lo que se suele tener por la creación de un genio. Primero, le costaría un gran esfuerzo encontrar el libreto adecuado. Luego, alumbraría una partitura que estrenó en medio de un toque de queda, el de 1805. El patio de butacas que presenció los primeros pasos del Beethoven lírico estaba poblado por militares franceses que acababan de tomar la ciudad. El ambiente no podía ser más frío, sobre todo porque en el núcleo hay un coro de prisioneros que clama por su libertad. En aquel momento, la ópera se llamó Leonore, como la heroína, que ingresa en una prisión en busca de su marido encerrado por motivos políticos. Para poder acercarse, se hace pasar por vigilante de la cárcel como Fidelio. El fracaso llevó a Beethoven a revisar la partitura dos veces hasta la definitiva de 1814, más corta, con una obertura nueva y el nombre del disfraz de Leonore como título.

La obra muestra a un creador falible, que no cierra del todo la composición de su única ópera. Sin embargo, es en su naturaleza fragmentaria donde radica su riqueza. Lejos de contar con un libreto que funcione como un reloj, lo que se despliega ante nosotros es una metáfora inagotable sobre dos mundos que corren en paralelo, el inferior de la cárcel y el de la superficie, en el que el personaje ha de desdoblarse para transitar entre ellos y rescatar al mundo inferior de las tinieblas.

Las nuevas lecturas de esta ópera tratan de recuperar la importancia del primer intento del compositor. No en vano, las dos producciones vistas en Viena a comienzos de año versan sobre las partituras de 1805 y 1806, y dejan a un lado la última, la más tradicional y representada. En Fidelio Urfassung (Leonore) de la Ópera de Viena, Amélie Niermeyer realiza un esfuerzo dramatúrgico de gran interés, con una Leonore desdoblada en escena, una soprano y una actriz vestidas igual que dialogan entre ellas como si fueran los pensamientos de la heroína: la que actúa y la que se cuestiona cada acto. La dualidad es ese otro yo que introduce la duda y hace vacilar ante lo que requiere fe y voluntad. Un otro yo perverso, pensante, dialéctico, que al final se llevará la peor parte. En esta versión, la liberadora cobra el protagonismo que siempre mereció. El momento culminante en que rescata a su marido de la prisión es solo el deseo imaginado por Leonore mientras agoniza tras ser apuñalada por el jefe de la cárcel.

El Fidelio de Christoph Waltz en el Theater an der Wien es más respetuoso con la tradición y pone el acento en la dualidad oscuridad-luz. Para ello se ayuda de una escenografía obra del arquitecto berlinés Barkow Leibinger basada en una superficie helicoidal que sube y desciende sin fin para crear una continuidad en el espacio. Se parece al proyecto que diseñó el vietnamita Khoa Vu para la Potrero Hill Branch Library de San Francisco. Por eso, el deslumbrante coro de prisioneros adquiere aquí una mayor relevancia, mientras que el cuarteto —seguramente una de las piezas más bellas compuestas por Beethoven— lo hace en la otra producción.

Además de los ideales revolucionarios, los pentagramas de esta ópera encierran también parte de la propia tragedia vital del compositor. Mientras bosqueja las primeras notas, empieza a advertir una paulatina pérdida de audición. En junio de 1801 escribirá al médico Franz Wegeler: «En los últimos tres años, mi sentido del oído se ha debilitado progresivamente (…) Si tuviera otra profesión, todo sería más fácil, pero en mi trabajo esta situación es terrible (…) En los últimos tiempos he maldecido a mi vida a menudo. Plutarco me ha enseñado la resignación. Debo afrontar mi destino, aunque en ocasiones me sienta la más infeliz de las criaturas de Dios. ¡Resignación! ¡Resignación! ¡Qué miserable refugio es el que se me deja…!». Podemos por tanto encontrar un paralelismo entre el universo en que estaba sumido Beethoven a causa de su sordera —un silencio desvaído en el que el mundo se revelaba lejano y turbio— y el de la privación de libertad de Florestán, el marido de Leonore, alejado de la luz y amarrado a la roca por unas cadenas.

Foto:  © Mónica Ritterhaus y Staatsoper/Pöhn

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