Autoalumbramiento

Gerardo Vera firma una versión audaz y desaforada de Los hermanos Karamázov en el Centro Dramático Nacional

“La vida siempre es el principio de algo”, se puede escuchar al final de esta obra como si cuanto acontece fuera una especie de moraleja redentora y un eterno recomenzar. Si todo es empezar de nuevo, qué importa lo que sucedió antes, si aquello salió bien o mal o nos llevó a la desesperación o a la euforia. Hace bien Gerardo Vera en remansar este vendaval de pasiones excesivas y palabras desquiciadas en el parlamento final del protagonista, Alekséi, que resume las últimas páginas de la novela de Dostoievski. Al menos algo de luz puede vislumbrarse entre este lodazal en el que gesticulan y vociferan sus personajes.

Quien asiste a la función puede presenciar cómo surge de la oscuridad del escenario el precipicio de una existencia lastrada, pesante, que boquea en cada pasaje. Todo puede revestir la forma de un melodrama insoportable, pero ya avisaba Zweig en su ensayo sobre el escritor ruso que el «paisaje de bronce» de sus obras «es demasiado fuerte para la mirada de todos los días», incluida esa mirada azulada y reconfortante que un espectador cualquiera deja a las puertas del teatro tras un día apacible. Ya dentro, se encuentra ante la vida «de un personaje del Antiguo Testamento, heroica, en nada moderna ni burguesa, que está obligado eternamente a luchar con el ángel como Jacob, a rebelarse contra Dios y a doblegarse como Job».

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Foto: Sergio Parra

 

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